Con fraternal inclinación del ánimo he leido las páginas del pirimer libro que mi bien querida ahijada a decidido dar a la imprenta, y como casi toda su obra por mí conocida me ha producido grata satisfacción y me ha predispuesto a la profunda reflexión, no aséptica por supuesto, pues hay pasión en esos trazos de memoria que Manolo, el protagonista, nos cede de su intensa experiencía vital, pero la voz la pone sabiamente Carmen eligiendo un tono perfecto, agridulce, desafectado, y que a mí me hizo sentir afecto, me movió a intentar la imposible empatía, a colocarme en los lugares del exito y de las satisfacciones y en los de las ausencias y los fracasos. Nos apunta una vida y lo hace con magistrales líneas y con serena voz.
En la introducción Carmen nos dice que las lágrimas del vino, las huellas que caen en forma de gota por el interior de la copa nos dan, o pueden darnos, prueba de la untosidad, del dulzor, del volumen o de la sedosidad, determinan la gradación o contenido alcohólico y sin haberlo probado nos hacen apreciar el sentido del tacto de ese vino. Y así es precisamente como he degustado esta agradable copa, moviendola con ritmo entre mis dedos, acercandola despacio a mi nariz para inspirar los intensos aromas, y levantandola frente a mis ojos para por el interior de sus paredes ver resbalarse despacio esas lágrimas que todo nos lo expresan.
Y puede que la profundidad de las vidas, tan sabiamente recordadas, provoquen a nuestra sensibilidad derramar alguna lágrima real que no se seque en nuestro rostro mientras seguimos leyendo, y que al pasar las páginas lleguen a nuestros labios, las recojamos en la boca y apreciemos, y recordemos, y revivamos ese agradable gusto a sal de las lágrimas de la conmoción a la que nos incita la vida.