Reflexionando, recapacitando mi decisión de abstenerme, recuerdo que muchos me acusan de cobardía (yo sé que no lo es y en el justo momento en el que los que salgan elegidos comiencen a tomar decisiones seré implacablemente crítico con aquellas que no me parezcan justas y a ellas me opondré, tengo derecho, aunque haya algunos que pretendan obligarme a votar y negarme, si no lo hago, la capacidad de criticar las decisiones tomadas por el gobierno elegido), pero no, no es cobardía, es hartazgo, desencanto, indiferencia ante las limitadas opciones, que unidas a no pequeñas dosis de pereza me inclinan a decir ¿qué más da? y desear que cuando menos me dejen en paz.
No puedo y no quiero elegir entre los miserables afanes de inmiscuirse en ámbitos que les son ajenos, de los unos (regular las conductas privadas, atentar contra la intimidad, al fin y al cabo vienen de una larga tradición totalitaria, van por sistema en contra del individuo y de la conciencia individual, son socialistas) y la ineptitud rayana en la estulticia de los otros (dejandose conducir ingenua y peligrosamente por oscuros asesores). A unos los temo y a otros los desprecio, ¿y qué más da?
Reflexionar no es meditar ni filosofar, nos dice hoy en su artículo F. Bejarano, ni ningún otro ejercicio del pensamiento que nos enrede en complicadas elucubraciones, sino pararse a pensar con detenimiento, serenidad y sosiego en algo ya conocido, volver de nuevo a un asunto, reconsiderarlo, por si se nos hubiera escapado un matiz que nos ayude a perfilar las conclusiones. Mi decisión está tomada desde hace mucho tiempo y reflexionar sobre ella no hace más que reafirmarla.
* Sin motivos para creer, con agudo dolor de cabeza y cierta arritmia cardiaca, no se que va a ser de mi niña, le deseo al menos que tenga suerte por las noches cuando enrede por el jardín.
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