Desmenuzaba un trozo de bacalao, ya desalado, al tiempo que observaba desde la ventana el ir y venir de los cernícalos, este año hay dos parejas, a sus huecos de cría en el muro del ábside de la cercana iglesia. En el jaramago que desmesuradamente crece entre los ladrillos de la vecina azotea, parece que las lluvias de el invierno le dan fuerza para abrir nuevas goteras con sus fuertes raíces, se juntan y cortejan hasta tres parejas de coloridos y sonoros jilgueros. La violeta lleva más de una semana en flor y el jazmín va despacio cubriendo con sus ramas el barandal del balcón. Este año no hay jacintos, por ahora.
Los finales de marzo y principios de abril me traen al recuerdo la imagen de una pulcra viejecita que vestía un blanquisimo delantal, esta señora llamaba a la puerta de la casa de mis padres por estas fechas, los niños acudíamos alborotados y alborotadores a la entrada y la rodeábamos mientras ella dejaba su canasta sobre la abombada tapa de un arca al pie de la escalera, un bodegón de flores renace en mi memoria, las peonías silvestres que aquella mujer vendía de puerta en puerta. Un comercio imposible en el presente, quizás también ya en aquel tiempo, pero en mí están grabadas aquellas humildes y sencillas flores, su extraño olor y su efímera estancia una vez depositadas en agua en el interior de una cartela de loza blanca que colgaba de la pared. Un a nuncio de lo que hoy ya sé es un ciclo.
Pero dejo las flores y vuelvo al bacalao, también él muy de estas fechas, otro ciclo, otra vuelta, otros rituales, otra vez las comidas cuaresmales. Y estando en la cocina es Camba el que se viene a acompañarme, no es raro, era amigo de estar entre fogones, y creo que me cuenta al oído detalles de remotas y sabrosas lecturas culinarias condimentándolas con alguna, cómo no, divertida y oportuna anécdota que sin saber yo porqué deriva hacia Italia y las pastas que empieza a describir y enumerar: spaghetti, ravioli, tagliarini, lasagne, tagliatelli... musicales nombres que no pueden designar ninguna cosa mala, como los macarroni, con sus hijos los macarroncelli y sus padres los strozzapreti o asfixiacuras, unos macarrones gordísimos, cuyo excesivo diámetro no les permite pasar sin disturbio por las gargantas del bajo clero, y se preservan para los canónigos. Y ahí era donde estaba la relación que yo antes ignoraba, la Iglesia y la comida o viceversa, miro a la biblioteca y veo el lomo del tratado de economía de Fischer-Dornbusch en cuyo interior sé que hay un articulo que versa sobre el Papa y el precio del pescado, la cuaresma..., el bacalao...
Pero os voy a dejar que está entrando por la ventada un agradable olor a miel caliente, alguien debe estar preparando una fuente con torres de torrijas, a ver si hay suerte y las dan a probar. También me han prometido unos dulces que yo desconocía y que parecen ser muy propios de estas fechas: las angüelas, ya os contaré cuando de cuenta de ellas.